"Háblame, oh Musa, y cuéntame del hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado la

sagrada ciudadela de Ilión, conoció las ciudades y el ingenio de innumerables gentes".

Homero
, Odisea, Canto I



lunes, 12 de julio de 2010

Una vez tuve un gato que se llamaba Pón ...

Una vez, en una isla apartada, compartí vida y casa con un gato. Fue una decisión de mutuo acuerdo, un contrato de colaboración o lo que podríamos denominar "una relación sin ataduras". Pero aun así me dejó huella. "Pón" es su nombre.


Pón fue el único superviviente de una familia numerosa. Él y sus ocho hermanos quedaron huérfanos o fueron abandonados con apenas unas semanas de vida, y cuando Penélope y yo los encontramos ya llevaban algunos días solos. Varios de ellos estaban muy enfermos y todos ellos desnutridos. Pero incluso así desconfiaban de nosotros cuando les ofrecimos un platito con leche y migas de pan. Y de todos, los que mas desconfiaban eran dos preciosos cachorros, una gatita y un gatito, uno negro y blanco y el otro blanco y anaranjado.

Con el paso de los días uno a uno fueron desapareciendo hasta que solo quedaron dos; aquellos que desde el principio se mostraron mas desconfiados, ariscos y atentos. Con mucha paciencia fuimos mejorando su estado de salud y haciéndonos con su confianza hasta que terminaron por hacer de nuestro jardín su base de operaciones. Ese día Penélope decidió bautizarlos: Pín y Pón.

Dormían entre las plantas, junto al tronco de un arbolito, bien arrebujados entre las hojas caídas, y durante el día jugaban y exploraban por los alrededores. Eran muy independientes y la primera vez que entraron en casa fue durante el huracán que azotó la isla en febrero de 2008. Entonces, poco después, un coche atropelló a Pín y nuestro gato se quedó definitivamente solo.


Durante mas de un año Pón nos acompañó. Estuvo junto a nosotros mientras nuestro hijo crecía en el vientre de Penélope y fue el primero en intuir su palpitar. Fue quién cuidó de ellos cuando yo me ausentaba, y luego, cuando ella marchó de la isla para pasar los meses finales de su embarazo junto a su familia, fue mi compañero, el que me esperaba a la puerta cuando volvía de trabajar, el que aguardaba junto a la ventana en la madrugada a que yo me despertara, el que dormitaba plácidamente junto a mí en el sillón mientras caía la noche sobre la isla.

En todo ese tiempo creció, aprendió a cazar y a sobrevivir por sí mismo, a hacerse respetar por los demás gatos de los contornos, pero siempre volvía un ratito al día para dejarse querer y nunca perdió su carácter manso, juguetón y afable conmigo.


Poco antes de que me fuese de la isla, casi como si intuyese la despedida, Pón trasladó su territorio y se instaló en unos chalets mas cerca del mar, no lejos de un pequeño restaurante. Días antes de mi partida lo vi por última vez y me despedí. Era al amanecer, junto a unos contenedores.

Es un gato precioso mi gato.

jueves, 8 de julio de 2010

El "Thalassa"

Hace once años, en el puerto de Vinaroz nació un amor imposible. Amarrado en el muelle, pintado de blanco, se alzaba majestuoso el pailebote/goleta Thöpaga.

El Thöpaga amarrado junto al Cala Millo en el puerto de Vinaroz en 1999

Soy un amante entregado de los veleros (lo que no deja de ser un mal vicio, ya que no puedo permitirme ni el más humilde de ellos), tal vez en parte por influjo de mi padre al que le apasiona el maquetismo naval. Creo que son algunas de las mas elegantes creaciones del ingenio humano y uno de los mas universales iconos de la libertad.

Pero no se equivoquen; soy consciente de que el romanticismo y la estética están (o estaban) muy alejados de la cotidiana realidad de los marineros. Y aun así sigo pensando lo mismo, tal vez porque creo que la libertad o la belleza no son estados si no caminos o esfuerzos, actitudes en las que el sufrimiento también está presente y juega un papel importante. Una vez leí en una pintada sobre un muro: "la libertad no se concede, se conquista". Suscribo las palabras del sabio anónimo (aunque creo que es la cita de un revolucionario).


El velero es una forma de respeto hacia el mar. No se impone a él, no lo doblega por la fuerza bruta de un motor. Se deja arrastrar por el viento, lo cabalga con ingenio extremo (¿cómo calificar si no el milagro de avanzar navegando contra el viento, ciñendo?). Aprovecha el delicado equilibrio de las fuerzas y la sabiduría vieja de la naturaleza. Es un maravilloso ejemplo de hasta dónde puede alcanzar el ser humano cuando acepta a la naturaleza en lugar de tratar de doblegarla.

El mar de luz, en el que todos nos sumergiremos algún día

Desde aquel día nos hemos encontrado en muchas otras ocasiones, en Denia, en Ibiza, frente a las costas de Ithaké ... De algún modo el Thöpaga y yo tenemos una especie de conexión mística porque si no me es imposible entender que el único barco que me ha calado el alma sea precisamente el único al que he visto en cada uno de los rincones de mi geografía vital.

Pero es curioso, porque sé que su verdadero nombre no es ese con el que yo le conocí. Y no me refiero a que tuviese muchos otros nombres antes de ese, que los tuvo. Me refiero a que el nombre que tiene en mi alma, el nombre que le habría dado cuando (Dios sabe cómo) hubiera sido mio, ese nombre es "Thalassa"; el mar.

El mismo mar que hace dos años, el 8 de julio de 2008, lo reclamó para sí frente a las costas de Bretaña. El mismo que un día me llevará a mí también y nos reunirá al fin, bajo las estrellas en las cálidas aguas frente a Ithaké ...

sábado, 3 de julio de 2010

Balance de blancos en paisaje astronómico

Lo que viene a continuación es una pedrada técnica, poco apta para almas sensibles, pero si se toman la molestia de leerlo creo que les puede resultar muy útil, al menos si están interesados en la fotografía de paisaje astronómico.

Todo aficionado a la fotografía con ganas de aprender se ha topado alguna vez con el concepto del balance de blancos. Es inevitable, aunque no se tengan conocimientos previos, preguntarse por qué algunas fotografías salen con los colores tan absurdamente tergiversados, tan absolutamente distintos a lo que nuestros ojos contemplaban en el momento de tomarla. ¿Es que las cámaras no son buenos testigos de la realidad? Bueno, pues lo cierto es que son mejores testigos que nuestros propios ojos.

Las cámaras digitales se calibran de tal modo que entiendan como blanco el color de una superficie u objeto que bajo la iluminación solar directa presente un equilibrio integral entre los tres colores básicos en el esquema RGB, que es el que utilizan la mayoría de fabricantes para reconstruir el color (y que en líneas generales coincide con el procedimiento que utilizan nuestros propios ojos). Pero si la luz cambia, si tiene una dominante cromática manifiesta, el balance entre los tres colores ya no será equilibrado y el sensor lo entenderá como un color diferente. Así, si iluminamos un folio con luz roja y lo fotografiamos, la cámara mostrará el folio como una superficie rojiza en lugar de blanca que es su verdadero color. Nuestra vista, que es algo mas que un simple sensor (el ojo) puesto que incorpora un sofisticado procesador autoadaptable (el cerebro), es capaz de alterar la sensación de color porque aunque el ojo percibe el desequilibrio cromático, el cerebro reconstruye la realidad al analizar la dominante común en toda la escena.

Las cámaras tratan de hacer eso mismo alterando la intensidad relativa de cada canal en función de esas dominantes. Es posible hacerlo automáticamente, imitando al cerebro, pero resulta mas preciso en muchas circunstancias introducir la información de las dominantes cromáticas, el llamado balance de blancos, de modo manual.

La cuestión es; puesto que en una escena astronómica no existe iluminación solar ni artificial (de hecho la escena no está iluminada en sentido pasivo si no compuesta de luminarias) ¿cual sería el balance de blancos a aplicar?.

De lo que se trata es de reproducir en la instantánea la misma escena que perciben nuestros ojos (o mas habitualmente cómo la percibirían si tuviesen una mayor sensibilidad). Pues bien, analizando cómo ven las escenas estelares nuestros ojos llegaremos a la respuesta.

Nuestros ojos tiene dos tipos de células detectoras que hacen las veces de los píxeles en un CCD o CMOS; los bastones (encargados de captar la luminancia o intensidad luminosa) y los conos (encargados de proporcionar la información de crominancia, o sea, los colores). Cuando la iluminación ambiente desciende por debajo de las 0.25 cd/m2 (poco mas o menos la iluminación proporcionada por la Luna llena) los conos dejan de ser activos y en consecuencia dejamos de tener sensación de color. Sin embargo, esta desconexión no es homogénea; primero perdemos la sensación del rojo, luego del verde y en último lugar del azul. Es más, los bastones, pese a no proporcionar información sobre el color, son más sensibles a la luz azul. De todo ello se deriva lo que se conoce como "Efecto Purkinje" que consiste en el desplazamiento de la sensibilidad máxima de nuestra vista desde los tonos verde-amarillentos (longitud de onda de 555 nm) a los verde-azulados (480 nm). Dado que el cerebro retiene esa información y pese a que no dispone de datos reales sobre color, tendemos a sentir las escenas nocturnas y de muy baja iluminación como si fuesen ligeramente azuladas.

Balance de blancos ajustado a luz diurna (izquierda) y 4400 ºK (derecha)

La ley de Wien, que relaciona la longitud de onda de la luz con la temperatura del objeto que la emite, nos dice que para imitar el efecto Purkinje la temperatura de color de la luz debería descender 816 ºK. Y puesto que la iluminación diurna, aquella en la que se calibran las cámaras para que reporten los mismos colores que percibe el ojo humano, se corresponde con una temperatura de color de unos 5200 ºK (al menos para Canon, el fabricante de mi cámara), el balance de blancos correcto en fotografía de paisaje astronómico sería de 4400 ºK (4384 ºK para ser exactos). Es posible que otros fabricantes calibren la iluminación diurna (solar o día despejado, según la terminología de cada uno), en temperaturas ligeramente distintas. En ese caso bastaría con hacer la resta para ese valor concreto.

Problema aparte son las situaciones en las que la escena SI está iluminada por una fuente exterior. Es el caso de la contaminación luminosa. Esta iluminación presenta una fuerte dominante rojo-anaranjada debida a las bombillas de sodio de la iluminación urbana. Estas resultan equiparables a la luz producida por el tungsteno y se consiguen buenos resultados partiendo de un balance de blancos cercano a éste (normalmente entre 2800 y 3500 ºK), aunque como no existen dos ciudades igualmente iluminadas, la mejor estrategia es partir de ese punto y modificar arriba o abajo hasta conseguir un fondo lo más neutro posible (lo que implica tomar las fotos en modo RAW o echarle mucha paciencia al tema. Mi recomendación es que si se dispara en modo JPEG se opte directamente por el balance de blancos del tungsteno).

Fotografía con balance de blancos ajustado a luz diurna en una zona muy afectada por la contaminación luminosa (arriba), a 2800 ºK para corregir la dominante (centro) y una vez substraída la misma (abajo). En la antena es posible comprobar el efecto de la distorsión cromática introducida por la iluminación y su posterior corrección.

Hay que hacer hincapié en que todo lo anterior es una guía para que las fotografías tengan un aspecto lo mas cercano posible a la percepción visual, pero no necesariamente mas cercano a la realidad. Por eso en fotografía científica los colores reales de los astros y de las nebulosas solo pueden representarse con un balance de blancos de luz diurna puesto que el color real no sufre efecto Purkinje ni estos objetos son iluminados realmente por ningún foco. La corrección real de la contaminación luminosa pasa por la eliminación de la luz parásita y no por una restructuración de los balances cromáticos, que es lo explicado aquí.